LITERATURA
EN EL CAMPO PSI
En cada número una pieza literaria elegida cuidadosamente recorre las páginas de EL CAMPO PSI aportando un brillo vigente y claro como el que proviene del Arte. Transcribimos algunas de ellas.
LA CALLE DE LOS SUEÑOS PERDIDOS
|
SILLA EN LA VEREDA |
EL
ARGENTINO Y LA METAFISICA Ernesto Sábato |
INSOMNIO |
RECUERDOS Juan José Saer |
Fragmentos
CIEN AÑOS DE SOLEDAD |
QUE
TAL, LOPEZ
Julio Cortázar |
LA CALLE DE LOS SUEÑOS PERDIDOS
Enrique González Tuñón
"Dios creó al hombre para que fuera
feliz"
Tolstoi
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
Muchos seres perdieron un sueño. ¿Cuántos siguen el rastro del sueño perdido?
Un sueño puede perderse de día o de noche, a la hora indecisa de la madrugada, en la
calle, en la casa, en un hotel, en una plaza, en un vagón de ferrocarril, en un barco. En
cualquier lugar puede perderse un sueño como se pierde una llave.
¿Ha encontrado usted alguna vez una llave en la calle?
¿Ha encontrado un sueño perdido?
(De qué le vale una llave, un sueño, si no es su llave, su sueño?)
El mundo está lleno de sueños perdidos.
El honrado chofer devolvió la valija olvidada en su coche de alquiler. El honrado
transeúnte devolvió la cartera repleta de billetes.
Nadie, que yo sepa, ha devuelto un sueño.
Nadie.
Y los sueños se pierden, de la noche a la mañana, como cualquier objeto. Se pierden y se
encuentran. (¿Dónde? ¿Dónde?)
Un hombre ha perdido un sueño (Se gratificará a quien lo devuelva). Lo perdió en una
ausencia, o en una espera. No sabría decir dónde.
Hay un lugar adonde van a parar los objetos perdidos. Llaves, anillos, medallas, Cristos
de plata y de bronce, cadenas, relojes, puñales, recuerdos de familia, todo lo que se
pierde y se encuentra. Menos los sueños. No hay una sección de extravíos y hallazgos
para los sueños y los destinos. Un lugar, una especie de Rastro celeste, de entrecielo,
donde uno pudiera hallar aquello esencial de su vida: lo único que podría darle la
felicidad.
Dios creó al hombre para que fuera feliz.
Habría que crear ese lugar. Abrir una nueva calle fuera de la nomenclatura urbana. La
calle de los sueños perdidos, de los sueños equivocados, de los sueños fugitivos,
remotos, desvanecidos, desencontrados; de los sueños que sobreviven; de los sueños
inéditos; de la ausencia y de la espera; del regreso a un día en que el sueño pudo ser
nuestro. En que pudimos encontrarnos con nuestro verdadero destino.
El hombre que perdió un sueño podría encontrarlo en la calle de los sueños perdidos.
Volvería a arder el fuego interior bajo la triste capa de ceniza que lo cubría. Todo se
manifestaría libremente. Se romperían, al conjuro del sueño aprehendido, las ataduras,
los prejuicios, los impedimentos, lo que se oponía a su felicidad.
Y como Dios creó al hombre para que fuera feliz, todo le sería permitido para serlo.
Hasta el egoísmo.
Todos los sueños existen. Existe el sueño de cada destino. El sueño que haría feliz al
desdichado y que rompería la obstinación en el mortal fastidio del pesimista.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos.
Muchos han perdido un sueño y se han acomodado a otro. Números equivocados del destino,
se resignan con su suerte. Permutan un sueño por otro. El verdadero sueño, nuestro
íntimo sueño, vital, existencial, ¿dónde está? Se fue, quizás, por una puerta falsa.
Llegó a buscarnos cuando recién salíamos; se desvaneció en la bruma; cayó en una
trampa o en una alcantarilla. Quien sabe dónde.
De este desencuentro del hombre y su sueño nació la irremediable congoja.
Lo que pudo haber sucedido y no sucedió.
¿Qué hay detrás del portal donde la madre anónima dejó abandonado a su hijo?
El postulante nunca pudo entregar su carta al ministro. El anciano mendigo no pudo hablar
jamás con el director del asilo.
En esa estación no se detuvo el tren. Y allí estaba el sueño aguardando.
En ese puerto no se detuvo el barco. Y allí estaba el sueño aguardando.
El cómico trashumante perdió su mejor contrata.
El saltimbanqui...
El aventurero...
El presidiario...
El criminal...
El suicida...
El poeta...
Tal día, tal hora, ¿dónde estábamos?
La suerte nos llamó por nuestro nombre. No la escuchamos.
La suerte no llama dos veces.
Después, nos equivocamos de puerta. Llamamos y nos dieron con la puerta en la cara, como
suele hacerse con los mendigos.
Quizás no debíamos haber perdido el tiempo buscando un sueño. Quizás el sueño viniera
solo a nuestro encuentro.
Tarde ya gritamos nuestra desesperación inútil. Agitamos los brazos como el náufrago en
la soledad del mar. Nadie acudió a nuestro llamado. Nuestra angustia fracasó en el
silencio.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos. El Rastro celeste. El entrecielo.
Allí encontraríamos nuestro sueño. Allí estarían, en exposición, los sueños
fugitivos, los sueños intactos, los sueños usados, los sueños abandonados, frustrados,
despreciados, olvidados.
Allí resucitaría el sueño. Palpitaría como una criatura recién nacida.
Todos los sueños existen. Existen los sueños que se realizan y los que se pierden y aún
los sueños inconcretos.
La felicidad existe.
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
El rastro del sueño perdido lo lleva a una puerta cerrada. ¿Qué puerta es ésa?
Detrás de esa puerta quizás nos aguarde el sueño. Quizás nos hallemos nosotros mismos,
de rodillas, o ese hermano menor que siempre nos acompaña.
Que no tiemble nuestra mano al llamar a esa puerta. Que no tiemble.
SILLA EN LA VEREDA
de Roberto Arlt
Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las
familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron las noches del amor sentimental
del "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don
Pascual?" Y don Pascual sonríe y se atusa los "baffi", que bien sabe por
qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
Yo no sé que tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan
lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o
inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la
futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre
iguales y siempre distintos, también.
Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué se yo qué tienen todos
estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos
semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos
semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que
encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te
quiero". Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la
esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la
media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico
frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado
repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que
tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las
hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en
la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio de Bach
o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Este es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o
inteligentes llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere,
que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el
"jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un
costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el
padre dice:
-Nena; traéte otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se
consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario
de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar;
silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para
demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una
voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la
d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que
obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero,
hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una
modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren
caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para
a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en
hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "no, no se molesten".
Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla. Y una vez la silla
allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas
conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien
sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar!
Tenga cuidado. Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies", tanos y
galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex
barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La
luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en
algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. Él, del
Escuadrón de Seguridad; ella, planchadora o percalera.
Los "jovies" funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la
lata sobre "erogoyenisme". Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna
criollaza gorda, piensa amarguras. Y éste es otro pedazo del barrio nuestro. Esté
sonando cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los
mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté
esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...
"... Observadores europeos superficiales pueden suponer tan absurda una literatura de acento metafísico en la Argentina como la fabricación de ciclotrones en Laponia.
Esperan de nosotros la descripción de salvajes cabalgatas de gauchos en la llanura, solicitan o anhelan el exotismo y el color local. Lástima. Aparte el pequeño detalle de que nuestra literatura más importante sale de una ciudad monstruosa, cada uno de cuyos siete millones de habitantes está totalmente desprovisto de caballos y pampa, hay varias circunstancias históricas que explican la propensión metafísica de nuestros escritores desde los mismos orígenes; tal como sucedió en el otro extremo de América, en obras como Moby Dick, y por motivos parecidos.
Tanto los anglosajones en el norte como los españoles en esta parte de la América del Sur se encontraron en llanuras inmensas en las que, a diferencia d e Perú o México, no existían poderosas civilizaciones sino tribus nómades y primitivas. Mientras los mayorazgos de la nobleza hispánica se instalaban en las cortes de Lima o de México, aquí llegaban los amargados segundones para probar fortuna en este gigantesco territorio vacío, en este paisaje abstracto y desolado. Y así como las tres religiones occidentales surgieron en solitarios hombres enfrentados con el desierto, aquí comenzó a desarrollarse ese temperamento metafísico y meditativo que tipificaría el gaucho de nuestras estepas, en medio de esa metáfora de la nada y de lo Absoluto que es la llanura sin límites ni atributos.
La fragilidad de los centros urbanos contribuyó a incrementar ese sentimiento de la finitud y de la transitoriedad. Ya en el Facundo de Sarmiento, escrito a mediados del siglo pasado, se advierte ese terror cósmico al espacio; mucho del odio o de la fobia nocturna e infantil que manifiesta contra el desierto y la barbarie no es otra cosa que la expresión de los sentimientos que experimenta un hombre cuando en medio de lo desconocido y las tinieblas busca la seguridad de la cueva. La Civilización (que él escribía así, con mayúscula) le proporciona el Orden, el Sistema, la Seguridad ante la nada y la oscuridad primigenia. Buscaba en el ciencia positiva, en la fuerza material de la locomotora, en la rápida comunicación del telégrafo la (candorosa) defensa contra los demonios que despertaban de noche en lo más profundo de su alma de americano. Facundo es la biografía de un jefe feudal, en quién él personifica la Barbarie. Y con violenta genialidad, pero con pueril astucia, proyecta contra ese caudillo, que es su alter ego, los exorcismos que en rigor están destinados a su propia alma poseída por los demonios.
Sobre estas condiciones iniciales van a suceder todavía acontecimientos que acentuarán esa propensión espiritual del argentino. Terminadas las guerras civiles, derrotados los caudillos del interior por los doctores de Buenos Aires, se inicia la Era del Progreso. Se abren las puertas a la inmigración europea, se fomenta la agricultura y la ganadería, el ferrocarril y el telégrafo empiezan a cubrir el país y el gaucho comienza a ser una raza exiliada en su propia patria. Una nueva sustitución de valores se produce.
Pocos países en el mundo deben de haber en que se hayan producido en tan corto tiempo tantas sustituciones de valores y jerarquías, y con ellas, un tan reiterado sentimiento de transitoriedad y de nostalgia.
Primero fueron los conquistadores, que liquidan un sistema de vida indígena y que al mismo tiempo añoran su tierra remota; luego los indios que pierden su propio sentido de vida y añoran la libertad perdida; más tarde, el gaucho desplazado de su propia condición por el emigrante agricultor; simultáneamente, los viejos patriarcas criollos que ven reemplazar los viejos valores de la generosidad y de la cortesía, del desinterés, por una civilización materialista y despiadada; y por fin en los emigrantes que han abandonado un tipo de vida y añoran la tierra de sus antepasados, abandonados para siempre en este continente desconocido.
Y no habíamos terminado de definir nuestra nacionalidad cuando el mundo del que surgíamos empezó a derrumbarse en la mayor crisis que registra la historia. Y, para mayor desdicha, a esa fractura en el tiempo, que es general a toda civilización de Occidente, se une aquí una fractura en el espacio, pues no somos ni exactamente Europa ni exactamente América. Estamos así en el fin de una civilización y en uno de sus confines. Doble fractura, dobre crisis, doble motivo de angustia y problematicidad.
Que los europeos que ignoran este complejo proceso se sorprendan de la índole metafísica de nuestra mejor literatura, es comprensible. Más singular es que se sorprendan los argentinos, que lo viven. Pero también tiene su explicación. Cierto tipo de nacionalista de derecha que añora una Argentina químicamente pura, quiere que sigamos escribiendo de los (inexistentes) gauchos. Y ciertos nacionalistas de izquierdas nos dicen que los problemas metafísicos son propios de una vieja civilización europea, que los utiliza en una literatura decadente junto a morbosos complejos. Según esta singular doctrina, el "mal metafísico" sólo puede acometer a un ciudadano de París o Praga. Y si se tiene presente que ese mal es consecuencia de la finitud del hombre, hay que concluir que para esos delirantes la gente se muere sólo en Europa, estando habitado este territorio por inmortales folclóricos.
Por el contrario, si la transitoriedad de la existencia es el hecho que alimenta esa preocupación metafísica, aquí tenemos más motivos para sentirla que en el viejo continente, pues somos más transitorios. En una ciudad caótica levantada sobre la nada, un conglomerado que pasó en medio siglo de doscientos mil habitantes a siete millones (fenómeno sociológico único en el mundo), en una ciudad en que ni siguiera estamos respaldados por ese simulacro de la eternidad que son los monumentos milenarios del pasado, ¿cómo es posible que una literatura profunda pueda no ser metafísica?
Y la prueba de que esta angustia no es cosa de intelectuales sofisticados y europeizantes, como esos críticos pretenden, es que la encontramos hasta en ese humilde suburbio de la literatura que son los letristas de tango: también ellos hacen metafísica, sin saberlo. Es que para esos críticos, la metafísica parece que se encuentra solo en bastos y oscuros tratados de profesores alemanes, cuando, como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en los sentimientos y angustias del pequeño hombre de carne y hueso.
El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, el resentimiento de los nativos contra la invasión, la sensación de inseguridad y de fragilidad en una realidad que se transformaba vertiginosamente, el no encontrar un sistema seguro de valores, todo eso se manifiesta en la filosofía del tango. Melancólicamente dice: Borró el asfalto de una manotada, la vieja barriada que me vió nacer...
El progreso casi maniático de nuestros dirigentes educados en el Iluminismo no dejó piedra sobre piedra. Qué digo: no dejó ladrillo sobre ladrillo; material éste técnicamente más deleznable y, como consecuencia, filosóficamente más angustioso. Nada permanecía en la ciudad fantasma. Y el poeta popular canta su nostalgia del viejo Buenos Aires: Las voces que ayer llegaron y pasaron y callaron ¿dónde están?.
Como nadie en Europa, el hombre del tango siente que el Tiempo pasa, y con él la frustración de todos los sueños y la inexorable muerte. Y cuando siente que llega, murmura sombríamente con siniestra arrogancia de porteño solitario: yo quiero morir conmigo, sin confesión y sin Dios, crucificado en mi pena, como abrazado a un rencor.
Ortega y Keyserling advirtieron la "tristeza argentina" e intentaron encontrarle explicación. El tango es su máxima y menos intelectualizada expresión. Discépolo, creador de alguno de los tangos más ilustres, existencialista avant la lettre, dio la más perfecta definición de nuestra canción popular diciendo que "es un pensamiento triste que se baila". Aforismo en que hay dos palabras claves para juzgar el alma de Buenos Aires: pensamiento y tristeza. Que una danza tenga que ver con el pensamiento es rigurosamente insólito..."
De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche,
para que no la revienten y la desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto,
las duras cosas que insoportablemente la pueblan.
Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas,
las luces:
en vagones de largo ferrocarril,
en un banquete de hombres que se aborrecen,
en el filo mellado de los suburbios,
en una quinta calurosa de estatuas húmedas,
en la noche repleta donde abundan el caballo y el hombre.
El universo de esta noche tiene la vastedad
del olvido y la precisión de la fiebre.
En vano quiero distraerme del cuerpo
y del desvelo de un espejo incesante
que lo prodiga y que lo acecha
y de la casa que repite sus patios
y del mundo que sigue hasta un despedazado arrabal
de callejones donde el viento se cansa y de barro torpe.
En vano espero
las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño.
Sigue la historia universal:
los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales,
la circulación de mi sangre y de los planetas.
(He odiado el agua crapulosa de un charco,
he aborrecido en el atardecer el canto del pájaro)
Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del
Sur,
leguas de pampa basurera y obscena, leguas de execración,
no se quieren ir del recuerdo.
Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros, charcos de
plata fétida:
soy el aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles.
Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires.
Creo esta noche en la terrible inmortalidad:
ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún
muerto,
porque esta inevitable realidad de fierro y de barro
tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o
muertos
-aunque se oculten en la corrupción y en los siglos-
y condenarlos a vigilia espantosa.
Toscas nubes color borra de vino infamarán el
cielo;
amanecerá en mis párpados apretados.
Adrogué, 1936
Aquí me tienen con la voz a medio extinguir y lleno de recuerdos. Han de regirse por alguna ley; eso es seguro. Pero para encontrarla es necesario vaciarse de ellos, darse vueltas, como un guante. La cronología, en todo caso, es sabido, no les incumbe. La cárcel filosófica que nos tiene a todos adentro, ha tomado por asalto hasta nuestros recuerdos, decretando para ellos la ficción de la cronología, Y sin embargo, siguen siendo, obstinados, nuestra única libertad.
A menos que se vuelvan obsesión. Entonces obedecen a una especie de ley de excepción, rigurosa y perentoria alguien los llamó "martillantes". Con una regularidad que les es propia, ciertos recuerdos de anécdota mínima, sin contenido narrativo aparente, vuelven una y otra vez a nuestra conciencia, neutros y monótonos, hasta que, de tanto volver, nuestra conciencia los viste de sentimientos y de categorías: como cuando a un perro vagabundo, que pasa a contemplarnos mudo, todos los días, ante nuestra puerta, terminamos por ponerle un nombre.
Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para ello lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las manos vacías.
Hay muchas clases de recuerdos. Por ejemplo, recuerdos globales. En mi infancia, en las siestas de verano, mis tíos llegaban en auto del pueblo vecino y el radiador niquelado, que brillaba al sol, estaba lleno de mariposas amarillas, aplastadas entre los alveolos de metal. La representación que me queda no corresponde a ningún acontecimiento preciso. Es un resumen, casi una abstracción de todas las veces que ví radiadores llenos de mariposas. Y sin embargo, es un recuerdo.
Hay también recuerdos inmediatos: estamos llevando a los labios una taza de te y nos viene a la memoria, antes de que la taza llegue a su destino, la fracción de segundo previa en la que la hemos recogido, sin ruido, de la mesa. Y hasta me atrevería a decir que hay también una categoría que podríamos llamar recuerdos simultáneos, consistente en recordar el instante que vivimos mientras lo vamos viviendo: es decir, que recordamos el gusto, de ese te y no de otro, en el momento mismo en el que lo estamos tomando.
Hay recuerdos intermitentes, que titilan periódicos, como faros. Recuerdos ajenos, con los que recordamos o creemos recordar, recuerdos de otros. Y también recuerdos de recuerdos, en los que recordamos recordar, o en los que la representación es el recuerdo de un momento en el que hemos recordado intensamente algo.
Como puede verse, el recuerdo es materia compleja. La memoria sola no basta para asirlo. Voluntaria o involuntaria, la memoria no reina sobre el recuerdo: es más bien su servidora. Nuestros recuerdos no son, como lo pretenden los empiristas, pura ilusión: pero un escándalo ontológico nos separa de ellos, constante y continuo y más poderoso que nuestro esfuerzo por construir nuestra vida como una narración. Es por eso que, desde otro punto de vista, podemos considerar nuestros recuerdos como una de las regiones más remotas de lo que nos es exterior.
Fragmentos
CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Gabriel García Marquez
"... Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se trasmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo "tas". Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos día después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cervíz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremendal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba bien cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aún antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría.
Era Melquíades..."
QUÉ
TAL, LÓPEZ
de Julio Cortázar